Con motivo de celebrarse, el pasado 6 de abril, un aniversario más de la localidad de Ostende, dialogamos con Vanesa Rinaldi, guía turística e integrante del área de Turismo de la Municipalidad de Pinamar. Descendiente de los pioneros que impulsaron esta bella localidad balnearia, su palabra nos ayuda a conocer más en profundidad la historia de Ostende, su desarrollo, sus personajes y su presente:

RESEÑA
Ostende es un balneario turístico de nuestra costa atlántica, inaugurado hace más de cien años, ubicado dentro del Partido de Pinamar y caracterizado por anchas playas y grandes dunas. El 21 de marzo de 1913, la Revista Fray Mocho anunciaba con entusiasmo la creación de esta “fabulosa villa balnearia”, y agregaba: “El progreso de la República Argentina aumenta enormemente. Fray Mocho se complace en divulgar la noticia del admirable récord batido por nuestro país(…) Ahora es la República Argentina la que puede jactarse, con orgullo, de ser la única que con mayor rapidez puede fundar un magnífico balneario que asombra. Nos referimos al balneario Ostende que llegará a ser el preferido de la República. Sobre la orilla del mar, hasta hace seis meses desierta, hoy se levanta un pueblo”. Y era cierto: a comienzos del siglo XX, la zona donde hoy se levanta Pinamar y las localidades vecinas, consistía en un desierto hostil de grandes dunas movedizas, agua salada y viento.
En el siglo XIX, la zona era propiedad de don Martín de Álzaga, casado con Felicitas Guerrero, una joven de la aristocracia porteña que, cuando enviudó, en 1870, heredó las tierras. Pero Felicitas murió poco después, víctima de un drama pasional. Como el matrimonio no había tenido hijos, las tierras pasaron a manos del padre de Felicitas, don Carlos Guerrero, y a su muerte y la de su esposa, fueron los siete hijos del matrimonio los que se quedaron con los 25 kilómetros de playas y médanos costeros. La zona, desde General Madariaga hasta Ostende, era conocida como Montes Grandes de Juancho, una bella postal de arena y mar, pero solitaria e inhóspita, con dunas que todas las narraciones del lugar coinciden en describir como “indómitas”. Hasta que en 1908 llegó el tren. Cuando el Ferrocarril del Sud agregó una parada con el nombre de Estación Juancho, dentro del campo de José Guerrero, al hijo del matrimonio Guerrero, que finalmente se había quedado con las tierras, le nació la idea de aprovechar turísticamente la zona.
Los pioneros fueron Ferdinand Robette (belga) y Agustín Poli (italiano). Ellos decidieron comprar 14 kilómetros de dunas. Y, desde 1909, una compañía belga dirigida por Robette, inició un proyecto no poco ambicioso: urbanizar entre los montículos de arenas vírgenes y reproducir el balneario de Ostende de su Bélgica natal, en el Mar del Norte. Este emprendimiento, que buscaba lograr un desarrollo urbanístico similar a los balnearios europeos, generó empleo para un grupo trabajadores japoneses que residían en la llamada “Colonia Tokio”, a un kilómetro de distancia de allí.

El 6 de abril de 1913 el balneario fue inaugurado oficialmente. Cientos de personas asistieron al evento atraídas por los anuncios que invitaban a conocer el magnífico lugar de veraneo. Desde entonces, Ostende es un lugar privilegiado y elegido por muchos como lugar de descanso.
Claro que todo proyecto turístico que se precie de tal, no estaría completo sin incluir un hotel. En la iniciativa original estaba previsto el Hotel Termas, un hospedaje de más de 80 habitaciones que luego se convertiría en el Viejo Hotel Ostende, cuya construcción comenzó en 1913 y fue inaugurado en diciembre de ese mismo año con una celebración que contó con la presencia de gran parte de la aristocracia porteña. Amplios salones; espacios para juegos, lectura, esgrima; restaurantes; jardines de invierno; y hasta una fábrica de pastas y repostería formaban parte de las comodidades que ofrecía este hotel.
Cuenta la leyenda que visitar el hotel, a comienzos del siglo XX, implicaba de por sí una aventura. Para llegar desde Buenos Aires había que tomar un tren en la Estación Constitución hasta la estación Juancho. Luego había que hacer un viaje de varios kilómetros atravesando el mar de dunas hasta Colonia Tokio y, finalmente, hacer un transbordo a un pequeño tren de vías móviles hasta llegar a destino. Pero eso no era todo. Era frecuente que, durante su estadía, los visitantes despertaran por la mañana y se encontraran con el hotel tapado de arena por las dunas, viéndose obligados a palearla para poder salir por las ventanas del primer piso. A veces, por el mismo motivo, también debían ingresar por la ventana o por una pasarela de tablones montada para que la arena que inundaba la plata baja no fuese razón para parar el funcionamiento del hotel. Estas peripecias para llegar e ingresar, lejos de ser un motivo para no visitarlo, se trasformaban en parte de la experiencia que ofrecía. (fuente Argentina.gob.ar)