Sin embargo, en esta oportunidad no sólo nos detenemos en la semblanza del pueblo sino en las virtudes de nuestro interlocutor, ya que quien nos habla de San Miguel resulta ser un prodigioso músico y luthier de acordeones llamado Adalberto Ruppel. Modesto, él dice que no lo hace de manera profesional “ya que esto implicaría la demanda de repuestos europeos que, al ser costosos, serían difíciles de conseguir. Se hace lo que se puede con ingenio, adaptando lo que hay”.
Adalberto es uno de los mayores coleccionistas de acordeones de la Provincia de Buenos Aires y es uno de los pocos reparadores de este instrumento en el Interior, sólo hay alguien que lo hace profesionalmente en Bahía Blanca pero los artesanos no abundan: “Este es un trabajo artesanal, de muchas horas y te tiene que gustar. Tiene que ver con el gusto por la música y por el instrumento más que nada, porque son demasiadas las piezas que tiene. Es muy instrumento complicado pero a la vez apasionante porque al tenerlo sobre tu cuerpo te transmite la vibración, el sonido”, expresa.
Un enamorado de lo que hace, Ruppel trata de poner en palabras los sentimientos que le genera el acordeón: “Para mí es el instrumento más lindo porque los demás los ejecutás pero lejos del cuerpo, entonces sentís el sonido pero no la vibración. En el acordeón, en cambio, uno lo siente en los graves, en las notas, y eso es una caricia al alma. Tiene muchas lengüetas y no hay nada electrónico, tiene muchas notas ya que son 41 por cada caballete y tenés cuatro o cinco caballetes, lo que hacen más de doscientas notas abriendo y otras tantas cerrando”.
Esta complejidad que narra nuestro entrevistado, hoy radicado en Coronel Suárez debido a inconvenientes de salud, hacen que sea visitado por personas de todas partes que buscan solución y arreglo para sus acordeones. Es inevitable el dejo de nostalgia que imprime a sus palabras cuando cuenta que, de no haber sido porque su dificultad de salud era incompatible con los problemas de acceso a San Miguel Arcángel, él nunca se hubiese ido.
Como en un viaje imaginario, esa nostalgia nos permite volver al lugar de origen de Adalberto: “San Miguel es un pueblo lindo, tranquilo. No lo hubiese dejado nunca porque es un lugar como de esos que uno sueña, que tenga todo, que sea lindo y tranquilo. Se ha trabajado mucho en materia de servicios, fuimos el primer pueblo que tuvo internet en Adolfo Alsina, tenemos una cooperativa eléctrica muy pujante al igual que la cooperativa agrícola. Además, hay dos escuelas primarias, dos jardines, dos secundarios, por lo que en ese sentido está muy bien. Si bien aún no hay servicio de red de gas, existe servicio de agua potable con un sistema dual que da el agua para el consumo y el agua potable por ósmosis inversa, brindando un producto casi al nivel mineral”, indica Ruppel.
En cuanto a la historia de San Miguel, como ha sucedido con otras localidades, supo tener muchos más habitantes superando los dos mil quinientos, pero la migración hacia centros más poblados lo convirtió en lo que es hoy. Nunca tuvo ferrocarril pero en cambio supo ser una zona muy rica, subdivida en parcelas de unas 150 hectáreas en donde vivían muchas personas y conformaban una especie de colonia agrícola.
La familia de nuestro entrevistado fue de alguna manera pionera del pueblo: “Mi abuelo materno, de apellido Carrasco vino de España sin nada, empezó a trabajar en el molino harinero que era de mi bisabuelo materno, Zwenger. Allí conoció a mi abuela y posteriormente formaron una familia. En los años cuarenta todo se desarmó, por esos motivos políticos que uno nunca termina de entender. Fue el primer molino de toda la zona, era muy grande y era un orgullo porque era el primer bastión de trabajo fuera de la ocupación en el campo. Trabajaban entre cuarenta y cincuenta familias y eso indirectamente daba trabajo a otras familias. Se juntaba el trigo de la zona y luego llegaba al molino. Con el tiempo, al desarmarse el molino surgió la necesidad de sacar la producción hacia otros lugares y quedó en evidencia que las vías estaban lejos para hacerlo, lo más cercano que teníamos era Gascón a 15 kilómetros, pero en aquellos tiempos es de imaginar que con carros se complicaba el transporte. El cierre fue un golpe a la pujanza de entonces y luego, progresivamente, llegó el éxodo de muchas familias”.
Hoy sus habitantes procuran mantener sus tradiciones heredadas de los alemanes mientras se dedican, fundamentalmente, a la producción de cebada, trigo, leche, cerdos y vacunos. Una majestuosa capilla se impone y custodia la vida espiritual de los lugareños en un marco natural especial, con extensas arboledas, canto de aves y calles apacibles, donde reina la tranquilidad y la vida comunitaria. Este es el presente de San Miguel Arcángel, con los ecos de un pasado brillante y la esperanza en un futuro mejor. Es un sitio para conocer o, como le sucede a Adalberto, un lugar donde siempre se quiere volver.-