El partido de Rauch tiene varias localidades en su interior, pero Egaña tiene su encanto particular. Quedan tramos de un viejo asfalto, como muestra de un pasado que intentó ser de progreso. Ese camino real llevaba a la estación del ferrocarril, pero también al Castillo de San Francisco, ubicado a unos pocos kilómetros.
Desde la ruta 30 o desde la ruta 50 hay accesos muy transitables hacia ambos lugares. Al visitar la localidad, nos encontraremos con un pueblito de… ¿500 metros?. Algunas casas, la escuela, el viejo almacén y la estacíón, habitada por la familia de Héctor Negrete. Él es recorredor de campos y hacienda y su esposa es la enfermera del paraje.
Conocé algo de Egaña:
Y, obviamente, teníamos que recorrer el Castillo San Francisco. Actualmente del Ministerio de Agroindustria, pero con cesión al Municipio para poder concretar actividades y emprendimientos turísticos, esta mole abandonada de 77 habitaciones y 14 baños está solitaria entre frondosa y quieta vegetación, como si marcara un oasis entre la llanura agreste de los campos mayormente ganaderos de la zona.
Esta fastuosa obra se construyó entre 1918 y 1930, como propiedad de Eugenio Díaz Vélez. Pero el día que iba a inaugurarse, su dueño murió. Hasta las mesas servidas con invitados lo esperaban. A raíz de ese hecho, la única hija del fallecido, abandonó el castillo, que jamás se usó para nada. Con el tiempo, le desaparecieron aberturas, vajillas, muebles, el piano, grifería y artefactos… todo de un lujo que se nota en la calidad de lo que se construyó para casco de estancia, con la dirección del propio Eugenio Díaz Vélez.
Sólo sobre 1958 funcionó un reformatorio, por indicación del gobierno provincial de entonces. Pero desde antes de 1970, quedó en total abandono.
Los Díaz Vélez eran herederos del general Eustoquio Díaz Vélez, «activo y comprometido protagonista del proceso revolucionario iniciado en mayo de 1810, adquirió en enfiteusis algo más de 17 leguas en la zona del Fuerte Independencia, hoy Tandil. Poco después, sumó 20 leguas más dando origen a una inmensa estancia de reconocida fama, a la que en honor a su esposa (Carmen Guerrero y Obarrio), bautizó con el nombre de ‘El Carmen’.»
Como señala el portal «Conocé la Provincia», cuando el viejo general murió (1856), sus hijos, Carmen, Manuela y Eustoquio (h), hicieron efectiva la propiedad del latifundio y, tras la sucesión, el varón se quedó con la estancia, manteniendo su antigua denominación.
Millonario próspero y renombrado miembro de elite porteña, Eustoquio Díaz Vélez (h) acrecentó la fortuna a lo largo de su vida, dejó un suntuoso palacio en el barrio de Barracas y, cuando finalmente falleció en 1910, la estancia “El Carmen” se dividió entre sus dos únicos hijos varones: Carlos, que era ingeniero, y Eugenio, arquitecto de profesión. También sus cuatro nietas recibieron una fracción del campo.
Será el segundo de sus hijos (Eugenio) quien levantaría, sobre la porción de tierra heredada, el casco de la estancia San Francisco, muy cercano al pueblo/estación de Egaña, por donde pasaba el tren desde 1891.
Así es como nace el famoso castillo que nos convoca.
Eugenio proyectó el edificio siguiendo un estilo europeo muy ecléctico y trasladó desde Buenos Aires y Europa la mayor parte de los materiales de construcción. Los trabajadores fueron contratados en Capital Federal y enviados al sitio de la obra; que se prolongó desde 1918 hasta 1930.
A lo largo de esos doce años, el castillo experimentó ampliaciones, mejoras y una decoración de excelencia. Debió ser una especie de hobby para su propietario, en donde poder experimentar y plasmar sus proyectos de arquitectura, mientras la familia lo ocupaba estacionalmente.
«Cuando Eugenio murió, el 20 de mayo de 1930, “San Francisco” fue heredado por su hija mayor, María Eugenia, quien arrendó las tierras, administradas por la Casa Bullrich y Cia.
Todo parece indicar que no fue una decisión acertada. Los actuales descendientes coinciden en afirmar que, desde entonces, se inició la lenta y persistente decadencia de la estancia y su fabuloso edificio.
En 1958, bajo la gobernación de Oscar Alende (UCRI), el proyecto de reforma agraria, tan resistido por los terratenientes y alentado desde los días del presidente Perón, finalmente tocó a las puertas de la estancia; y, con la intensión de implementar planes de colonización y afincar a pequeños propietarios rurales (mismo proyecto –fallido- de Rivadavia), la inmensa propiedad fue expropiada por la provincia, según ley 5.971, del 2 de diciembre de 1958 y ley 6.258 del 14 de marzo de 1960. De este modo, antiguos arrendatarios se convirtieron en propietarios de las tierras que antes alquilaban, apoyados por créditos del Banco de la Provincia de Buenos Aires.
El Ministerio de Asuntos Agrarios creó entonces la colonia Langueyú, dentro de la cual quedó gran parte de la estancia San Francisco y su reputado casco. Más tarde, la estancia se subdividió y adjudicó en lotes a los colonos. En tanto el mobiliario, equipos de trabajo y demás enseres del edificio fueron subastados (y no tanto saqueados, como dice una tradición que circula).
Pero, ¿qué iba a hacer el gobierno provincial con semejante construcción, en medio del campo? Los hechos revelan que no tomó una determinación rápida y el castillo empezó a sufrir el deterioro.
Finalmente, en 1965, el gobernador Anselo Marini (UCRP) lo transfirió al Consejo General de la Minoridad (mediante decreto 5.178/65) con la intensión de convertirlo en un hogar/granja que, a la sazón, terminó convertido en un reformatorio, alojando a jóvenes con problemas de conducta. Hacia mediados de los ’70, y tras un asesinato que comprometió a uno de los internos, los menores fueron reubicados y el castillo quedó, una vez más, olvidado. Deshabitado. Abandonado, hasta el día de hoy.